martes, 17 de noviembre de 2009

Docentes memorables

En este apartado rescatamos las narrativas de tres autores para pensar la incidencia de los docentes en nuestras vidas.
Los docentes memorables quedan guardados en nuestros recuerdos por diversas marcas: por su presencia, por su estilo de trabajo, por la intervención concreta que tuvieron en nuestras vidas, por su pasión por el conocimiento, etc.
Hay algo en ellos que los hace memorables para nosotros y hay algo de ellos que guardamos dentro nuestro y ya forma parte de nosotros mismos.

Donde trato de revelar las marcas de una enseñanza.
Reflexiones sobre la sensación de estar en deuda con un antiguo maestro. [1]


La señora Theresa Henzi fue mi profesora de álgebra del primer año del colegio secundario en Vineland, New Jersey, en 1942. Era una mujer corpulenta, más baja que el promedio, de apariencia regordeta y de vestir poco distinguido. Tenía tobillos gruesos y llevaba unos anteojos octogonales sin marco cuyos cristales reflejaban la luz la mayor parte del tiempo, lo cual hacía difícil leer la expresión de su mirada. Tenía una cara redonda y agradable enmarcada por un pelo castaño ondulado, veteado de gris. Supongo que aquel año en que fue mi profesora tendría unos cincuenta y cinco años o quizás algo más.
Lo que recuerdo más vívidamente de sus clases es el modo que tenía de revisar las tareas para el hogar que no había asignado. Hacía pasar a la pizarra, situada al frente del aula, a tres o cuatro alumnos para que estos resolvieran los problemas que nos había encargado el día anterior. Normalmente se trataba de ejercicios de ecuaciones extraídos del libro de texto en los que se pedía simplificar las operaciones y despejar el valor de x. la señora Henzi, de pie junto a la pared opuesta a las ventanas, con sus anteojos resplandeciendo por el reflejo de la luz, leía el problema en voz alta para que los estudiantes que estaban junto a la pizarra lo copiaran y resolvieran mientras el resto de la clase observaba. A medida que cada alumno terminaba sus cálculos se volvía hacia la clase y se corría un poco para permitir que los demás vieran su trabajo. La señora Henzi revisaba cuidadosamente cada solución y prestaba atención no sólo al resultado, sino también a cada paso dado para llegar a él. Si todo estaba bien, la profesora enviaba al alumno de regreso a su banco con una palabra de elogio y asintiendo brevemente con la cabeza. Si el alumno había cometido un error, lo instaba a revisar su trabajo para ver si él mismo podía descubrirlo. “Allí hay algo que está mal, Robert”, decía. “Míralo de nuevo”. Si después de unos pocos segundos de escrutinio, Robert no podía detectar su error, la señora Henzí pedía un voluntario para que señalara donde se había equivocado su desventurado compañero.
La parte más memorable de esta rutina diaria habitualmente ocurría en medio de cada una de esas rondas de cálculos en la pizarra antes de que ni siquiera el más veloz de los alumnos hubiera terminado su trabajo. En algún momento, la señora Henzi ladraba una orden que ya se había convertido en hábito. Sin embargo, el instante preciso en que la daría siempre era inesperado, además el volumen de esa exclamación hacía que toda la clase reaccionara con un sobresalto. “¡MUCHO OJO!”, tronaba. Al principio, rara vez estaba uno seguro de a quién se dirigían esas palabras, si es que se dirigían a alguien en particular. A menudo sonaban como si estuvieran destinadas a todos nosotros. Pero otras veces la dirección de la mirada de la señora Henzi hacía evidente que ella había detectado un error en el desarrollo del ejercicio y advertía al perpetrador que estaba por descarriarse y que marchaba hacia un Waterloo algebraico. Como no siempre estaba claro cuál de los alumnos era el que había cometido la falta, el efecto de cada una de esas exclamaciones, además de sobresaltar a todos, era impulsar a quienes permanecíamos sentados a examinar con renovado fervor la pizarra en busca del error que la señora Henzi con su mirada de rayos X parecía haber captado casi antes de que se cometiera.
Es bastante extraño que no retenga yo ninguna imagen visual de la señora Henzi en el acto de realizar lo que hoy a veces se conoce como “enseñanza frontal”, es decir, el profesor de pie frente a la clase, con una tiza en la mano, dando instrucciones directas sobre cómo hacer esto o aquello. Trato de imaginármela en esa postura, que estoy seguro ella debe de haber adoptado en innumerables ocasiones, pero todo lo que obtengo es esa imagen de la señora Henzi parada a un costado del aula supervisando la revisión diaria de las tareas que habíamos realizado en casa, con los cristales de sus lentes octogonales relampagueando como dos espejos gemelos al reflejar la luz de las ventanas. Al mismo tiempo puede recordar con bastante facilidad una considerable cantidad de sustancia académica de lo que ocurrió aquel año. Recuerdo, por ejemplo, varias de las reglas que empleábamos para resolver las ecuaciones. Esa era la manera en que se enseñaba álgebra por aquellos días o por lo menos esa era la manera en que la aprendíamos. No se hacía ningún esfuerzo por inculcarnos el entendimiento que hoy procuran los profesores de matemática. Aprendíamos a resolver ecuaciones y punto. Y lo hacíamos aplicando reglas. “separar en términos”, “simplificar las expresiones”, “eliminar los paréntesis”, “cambiar de signo”, etc. Tales máximas eran bastante fáciles de recordar y lo lindo era que surtían efecto. Lo fundamental era “averiguar el valor de x” y mientras uno llegara a la respuesta correcta, no importaba cuestionar los principios sobre los que se basaba esa respuesta.
Sospecho que algo aprendíamos en su clase que lo que aprendíamos en su clase no se limitaba en modo alguno al álgebra. Era muy seria, o por lo menos así la recuerdo. Ciertamente el álgebra no era broma. Y no se hacían chistes en su clase. Los chistes se hacían en el patio o en el autobús. Con ella teníamos que dedicarnos a los quehaceres formales. Tal vez una comprensión más profunda me permita pensar que su enseñanza adicional tenía algo que ver con el hecho de darse cuenta de que las cosas difíciles pueden llegar a ser fáciles si uno las va dominando paso a paso. Porque ciertamente en la clase de la señora Henzi también aprendíamos eso.
Nuestro dominio del álgebra avanzaba lenta y firmemente, como un tren que recorre una vía gradualmente ascendente. Había pocos huff y puff y la pendiente apenas se advertía. Pero si uno perdía un día o dos: Brum!! El camino hacia la recuperación se empinaba en un ángulo que hacía acelerar los latidos del corazón. Por lo tanto, tratábamos de no perder sus clases.
Soy portador de marcas del año que pasé con la señora Henzi. Todos en algún nivel, estamos convencidos de que la enseñanza produce un cambio, a menudo un cambio enorme, en la vida de los estudiantes, y lo hace por alguno de los caminos que he intentado expresar.


Confié, eso sí, en que la Señorita Betti fuera justa. [2]


Hacía como una semana que veníamos preparando el acto del 25 de Mayo porque nos tocaba armarlo a los de sexto. Entre Federico y yo inventamos una obrita de teatro que por suerte no nos salió demasiado tonta, y yo estaba contenta porque iba a hacer de Gerónima, que era una criolla valiente, que no le tenía miedo a nadie. Ese papel me encantaba porque no tenía mucho que decir pero lo que decía era importante y, además, yo estaba de acuerdo con Gerónima. Yo pensaba igual que ella, Gerónima entraba de golpe y decía: ¡Yo también quiero ser libre!
La abuela Julia me prestó una blusita con volados, de esas que se usaban antes (estaba un poco amarilla pero la pusimos en lavandina y quedó bastante bien), y mamá me estuvo cosiendo una pollera de una cortina vieja. Además tenía una mañanita de lana blanca que hacía de pañoleta. No estaba nada mal, porque Gerónima era una mujer del pueblo, una vendedora de velas. Además Gerónima era un invento nuestro así que nosotros la hacíamos como queríamos.
Pero tenía que ser ese lunes nomás, y yo, con mi pollera amarilla y mi montón de bronca, tuve que oír la voz chillona de Verónica que le decía a la señorita Betty que, en una de ésas, era mejor que ella (que Verónica) hiciese de Gerónima porque había conseguido un peinetón maravilloso, una mantilla y ¡un traje verdadero de disfraz!
¡Pero Gerónima es una vendedora callejera! No tenía traje de señora. Ni peinetón. Y además… ¡Gerónima soy yo!, quise decir yo, pero no dije nada (ya les expliqué que a mi las palabras me salen mejor dibujadas que habladas). Confié, eso sí, en que la señorita Betty fuera justa.
Verónica sacó de su mochila un peinetón maravilloso y una mantilla negra y explicó que el traje, que no había traído porque era demasiado delicado, era celeste y ¡con encaje!
Pero todavía me quedaba una última esperanza: la señorita Betty. Es una verdadera lástima, pero últimamente los grandes me están fallando. No se dan cuenta. Casi no se dan cuenta.
- ¡Qué maravilla, Verónica!- dijo la señorita Betty-. Sería una lástima no aprovechar todo esto.
Mi alma rodaba por entre las patas de los bancos.
- Inés (Inés soy yo, por si no lo adivinan), ¿qué te parece si Verónica hace de Gerónima y vos buscás otro papel o te inventás algo…? Además como sos muy tímida, en una de ésas no te animás a hablar en voz bien alta, y ya sabes que no tenemos micrófono… lo que dice Gerónima lo tiene que oír todos, hasta los de la última fila… Además, vos figurás como autora principal de la obra, y Verónica no tiene ningún papel. Tenemos que ser justos, ¿no te parece, Inesita?
Era la primera vez que la señorita Betty me decía “Inesita” y por eso la odié para toda la vida.
Mi alma seguía en el suelo y todos los que iban a ver el peinetón y a tocar la mantilla me la pisoteaban que daba gusto.
Yo no dije nada, pero para mí que la señorita Betty se dio cuenta de que algo malo pasaba porque ella me miró y yo no la miré, ella me sonrió y yo volví a no mirarla.


Escribe Ernesto Sábato en Antes del fin:





"He vuelto a la Universidad de La Plata ¡después de tantos años! y se han despertado en mí recuerdos olvidados, sentimientos que yacían en mi alma. En este colegio y en esta ciudad, se echaron las raíces de todo lo que luego tuvo que ser. Porque el tiempo transcurrido, las ciudades que más tarde recorrí por el mundo, no pudieron borrar sus calles arboladas, estos tilos, estos plátanos. Pasaron los años, pero una y otra vez vuelve a mi memoria esta ciudad, donde acontecieron momentos importantes de mi vida. Donde nos conocimos con Matilde, donde terminamos el bachillerato y luego la Universidad. Aquí nació nuestro hijo Jorge Federico y aquí murieron también nuestros padres. En estos patios, en este bosque a veces auspicioso, a veces melancólico, se forjaron las ideas esenciales que me acompañaron en la vida.
La Universidad, fundada por don Joaquín V. González, fue famosa en toda Hispanoamérica. Asistían alumnos que venían de Colombia, de Perú, de Bolivia, de Guatemala, quienes creaban sus propias colonias en caserones; una Universidad que contrató en Europa hombres eminentes de ciencia y humanidades, como fue el caso de los Schiller. Había nacido con una inspiración distinta, estaba formada por grandes institutos científicos, organizados por notables hombres, como el astrónomo Hartmann, con un nivel similar a los centros de Heidelberg o Goettingen. La Universidad llegaba, verticalmente, hasta la enseñanza secundaria y primaria, donde los chicos tenían hasta una imprenta propia.
¡Cómo añoro aquel Colegio donde no se fabricaban profesionales!, donde el ser humano aún era una integridad, cuando los hombres defendían el humanismo más auténtico, y el pensamiento y la poesía eran una misma manifestación del espíritu. En el ex libris de la Universidad, se hallaba escrita una frase de aquel noble científico que fue Emil Bosse: “Toma la verdad y llévala por el mundo”; él era uno de esos hombres que anhelaban ansiosos el espíritu puro, pero lo deponía o lo postergaba para arremangarse y ensuciarse las manos forjando esta nación que hoy es casi un doloroso desecho.
En la época en que cursaba el primer año, supimos que tendríamos como profesor a un “mexicano” que en rigor era puertorriqueño. Y se me cierra la garganta al recordar la mañana en que vi entrar a la clase a ese hombre silencioso, aristócrata en cada uno de sus gestos que con palabra mesurada imponía una secreta autoridad: Pedro Henríquez Ureña. Aquel ser superior, tratado con mezquindad y reticencia por sus colegas, con el típico resentimiento de los mediocres, al punto que jamás llegó a ser profesor titular de ninguna de las facultades de letras.
A él debo mi primer acercamiento a los grandes autores, y su sabia admonición que aún recuerdo: “Donde termina la gramática empieza el gran arte”. Porque no era partidario de una concepción purista del lenguaje, por el contrario, estaba cerca de Vossler y Humboldt, que consideraban el idioma como una fuerza viva en permanente transformación. En años posteriores, junto con él y Raimundo Lida, tuvimos largas conversaciones sobre estos temas en el Instituto de Filología, que por ese entonces dirigía Amado Alonso.
Cuando alguna vez he vuelto a viajar en tren, soñé con encontrar a ese profesor de mi secundaria, sentado en algún vagón, con el portafolio lleno de deberes corregidos, como esa vez —¡hace tanto!— cuando juntos en un tren, yo le pregunté, apenado de ver cómo pasaba los años en tareas menores, “¿Por qué, Don Pedro, pierde tiempo en esas cosas?” Y él, con su amable sonrisa, me respondió: “Porque entre ellos puede haber un futuro escritor”.
¡Cuánto le debo a Henríquez Ureña! Aquel hombre encorvado y pensativo, con su cara siempre melancólica. Perteneció a una raza de intelectuales hoy en extinción, un romántico a quien Alfonso Reyes llamó “testigo insobornable”, un hombre capaz de atravesar la ciudad en la noche para socorrer a un amigo".







[1] JACKSON, PHILIP. “Enseñanzas implícitas”. Amorrortu. Buenos Aires, 2007.
[2] MONTES, GRACIELA en "Relatos de escuela". Compilación Pablo Pineau. Paidos, Buenos Aires, 2006.

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